Esta “trilogía de la revolución” ofrece un viaje a las primeras décadas del siglo XX, la visión de un cineasta que observó en la Revolución Mexicana no sólo el drama colectivo, también las tragedias personales

Jaime Vázquez

Los memorables festejos por el centenario de la Independencia se llevaron a cabo con alegría y alboroto en todo el país. Obras, infraestructura, comunicaciones, programas, fiestas, se inauguraron en aquel 1910, por muchas razones clave para Don Porfirio Díaz, que cumplía 80 años de vida y tres décadas en la presidencia de México.

En contraste, se gestaba en el país un movimiento político y social que venía de años de inconformidad, rechazo y rebelión que finalmente, más allá de los festejos y del esplendor del centenario, explotó con fuerza y se extendió con rapidez. La Revolución Mexicana fue el primer estallido social del siglo XX en el mundo. Y el cine ya estaba presente.

Pioneros como Salvador Toscano, Enrique Rosas o los michoacanos hermanos Alva, tomaron como arma su cámara para documentar y dar testimonio de aquellos tiempos de revuelta, siguiendo a los caudillos revolucionarios o captando con la lente las batallas y la vida cotidiana en ciudades y poblados.

Fernando de Fuentes cumplió 17 años en diciembre de 1910. Era un joven veracruzano con aspiraciones de escritor que obtuvo en 1917 el galardón en un concurso de poesía convocado por El Universal. Antes de su ingreso al cine laboró en asuntos administrativos y como secretario auxiliar de Venustiano Carranza.

En 1924 se dedicó a la exhibición de películas y luego a administrar el Cine Olimpia, edificado en el predio que perteneció a las huertas del Convento de San Francisco. Su construcción inició en 1919, cuando Enrico Caruso colocó la simbólica “primera piedra”.

De Fuentes se desempeñó como asistente de director para Santa (1931), como editor de Águilas frente al sol (1932) o del trazo escénico en Una vida por otra (1932).

Su debut en la dirección es en 1932, con El anónimo, drama de celos, chantaje y crimen.

Al año siguiente dirige su primer acercamiento a la Revolución: El prisionero 13. Alfredo del Diestro es Julián Carrasco, militar huertista, alcohólico y corrupto que ordena el fusilamiento de opositores. Sin saberlo, en las redadas cae su hijo. Modificado por la censura, el final se aparta de la tesis que recorre la cinta. Ahí está, sin embargo, el atinado tratamiento de los personajes y la dirección de actores (Luis G. Barreiro, Adela Sequeyro, Antonio R. Frausto, Emma Roldán), algunos de los cuales lo acompañarán en su siguiente producción: El compadre Mendoza.   

Esta celebrada película basada en una historia original de Mauricio Magdaleno que inicia en los violentos años del huertismo y al final toca los límites del ocaso del zapatismo. Rosalío Mendoza (Alfredo del Diestro) es un hacendado que logra acomodarse a los tiempos y congraciarse con los bandos que luchan por el poder. Abraza todas las banderas, esconde su arribismo. Su compadrazgo con el general zapatista Felipe Nieto (Antonio R. Frausto) no le impide traicionarlo para mantener su posición económica. Emma Roldán es María, la sordomuda ayudante de la casa que, con su mirada fija, se transforma en la simbólica conciencia de Mendoza.

El compadre Mendoza y La sombra del caudillo (1960, Julio Bracho) son quizá las más importantes cintas sobre la traición política, la falta de principios y los tejemanejes del poder.

Si en El prisionero 13 y El compadre Mendoza la Revolución está como telón de fondo y sus batallas son ecos del drama, en ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935), la tercera propuesta cinematográfica de Fernando de Fuentes, la revuelta se narra como una epopeya trágica, en mitad de las batallas.

Xavier Villaurrutia y Fernando de Fuentes adaptaron la novela de Rafael F. Muñoz para la que es considerada la mejor película mexicana de la historia. La música es de Silvestre Revueltas, la fotografía de Jack Draper y de su asistente de cámara Gabriel Figueroa.

La película sigue las aventuras de los “Leones de San Pablo”, seis amigos campesinos que se enrolan en las fuerzas villistas. Uno tras otro, caerán en las batallas, demostrando su valor. Al seguir la vida de cada uno de los “leones”, observamos la guerra, los claroscuros de la lucha armada y sus protagonistas. En los años ochenta se encontró un final alternativo al que se había visto hasta entonces. Un final descarnado que subraya la crítica al movimiento revolucionario y a la figura de Villa.  

Esta “trilogía de la revolución” ofrece un viaje a las primeras décadas del siglo XX, la visión de un cineasta que observó en la Revolución Mexicana no sólo el drama colectivo, también las tragedias personales, la fatalidad de quienes abrazaron ideales que cambiaron la historia del país.