Hay películas que parecen hablar un idioma que no todos podemos entender. No porque sean complicadas, sino porque exigen una sensibilidad, una herida, una madurez que solo algunos han vivido

Alejandro Sosa

Hay películas que parecen hablar un idioma que no todos podemos entender. No porque sean complicadas, sino porque exigen una sensibilidad, una herida, una madurez que solo algunos han vivido. Este año, en el Festival Internacional de Cine de Morelia 2025, dos obras me recordaron que el cine no solo se mira o se estudia: se habita. En el camino (2025), de David Pablos, y Frankenstein (2025), de Guillermo del Toro, son dos películas que, desde extremos opuestos de la industria, confluyen en el mismo punto: la búsqueda del alma humana a través del artificio.

Verlas en el mismo festival fue como ver dos espejos que se enfrentan. Dos visiones de un mismo país que se miran sin reconocerse del todo. La de Pablos emerge desde el realismo emocional del cine mexicano contemporáneo, donde cada gesto y cada silencio contienen un universo. La de Del Toro, en cambio, desde el mito y la teatralidad gótica, donde la monstruosidad se transforma en belleza y el artificio revela la verdad. Ambas películas dialogan sin quererlo: una con la carne, la otra con la luz.

David Pablos no es, desde luego, uno de los directores más precarios del cine mexicano. Su trayectoria y su acceso a apoyos le han permitido realizar obras de notable calidad, aunque dentro de límites muy definidos. Si bien no se ha hecho público el presupuesto exacto de En el camino, una producción de esas características podría estimarse entre 25 y 40 millones de pesos. Por su parte, Frankenstein, la esperada superproducción de Guillermo del Toro para Netflix, rebasa los 120 millones de dólares.
La diferencia no es solo numérica: es filosófica. Define la escala, los tiempos de rodaje, la libertad estética, los recursos humanos y técnicos. Aun así, ambas películas sostienen su fuerza en lo esencial: la humanidad.

Pablos filma la desnudez emocional y social; Del Toro, la desnudez moral y espiritual. Uno retrata desde la inmediatez del cuerpo; el otro desde la fabulación de la mente. En ambos casos, el cine se vuelve espejo, refugio y testimonio.

También hay un contraste fascinante en la elección de los actores. Del Toro trabaja con intérpretes internacionales consolidados, elegidos desde un rango de libertad que el poder de la industria permite. Pablos, por su parte, opta muchas veces por actores emergentes o no profesionales, buscando autenticidad y vulnerabilidad. Y, sin embargo, en ambos extremos, el resultado es el mismo: películas con vida, con verdad, con humanidad. El mérito, entonces, no está en el presupuesto, sino en la mirada. En la dirección que logra que un rostro hable incluso cuando calla.

Ver estas dos películas en Morelia, mi ciudad, me confrontó con algo más profundo. Vivir en un lugar que alberga un festival de esta magnitud es un privilegio cultural que pocas ciudades del mundo pueden presumir. Cada función es una posibilidad de aprendizaje, una puerta hacia otros mundos. Y al mismo tiempo, me hace pensar en cuántas personas del cine mexicano actores, técnicos, creadorespodrán algún día vivir algo así.

Las cifras son duras: menos del 2% de quienes estudian cine o artes visuales logran dedicarse profesionalmente al medio, y un número todavía menor consigue integrarse a producciones de gran escala internacional. En México, menos del 0.5% de los actores registrados trabajan de manera constante en la industria audiovisual. Son datos desalentadores, pero también profundamente reveladores: incluso ese porcentaje mínimo representa una inmensa riqueza de talento y de esfuerzo.

Hablar de cine mexicano es, en parte, hablar de una lucha desigual contra las condiciones de producción, de distribución y de reconocimiento. Pero también es hablar de valores: de la pasión que mantiene viva la cámara, de la terquedad que hace que un país sin una industria sólida produzca, aun así, obras de arte.

Por eso, ver En el camino y Frankenstein es ver no solo dos películas, sino dos formas de resistencia. Una, la de hacer cine con lo que se tiene. La otra, la de usar el poder de la industria para abrir mundos y sostener la memoria.

Ambas películas me conmueven, aunque ninguna me representa del todo. Pero en ambas hay algo que me toca desde lo más humano: la belleza, el amor, la pérdida, la lucha, el enfrentamiento contra los códigos sociales que nos moldean. Quizás por eso las elegí. Porque más allá de sus historias, de sus presupuestos o de sus estrellas, me recuerdan por qué hacemos y amamos el cine: porque es una forma de reconocernos en el otro, de hablar un lenguaje que no todos pueden hablar, pero que todos, de algún modo, podemos sentir.

El cine, como la vida, no se explica: se encarna. Y aunque solo unos pocos lleguen a los grandes sets, a los premios o a las alfombras, lo que sostiene al cine mexicano sigue siendo su fuerza invisible: los cientos que filman sin dinero, los actores que esperan un llamado, los técnicos que siguen creyendo que una imagen puede cambiar algo.

Porque entre la luz y la carne, entre la idea y la industria, el cine mexicano sigue vivo.
Y mientras alguien siga mirándolo con fe, seguirá hablando ese lenguaje que no todos podrían hablar.

Espacio Solaris es un espacio de exhibición cinematográfica independiente, alternativo e incluyente ubicado en el corazón de la ciudad de Morelia. También es el hogar del podcast Butaca 39 y de la Muestra de Cortometraje Contemporáneo 5C.

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