Entre 1943 y 1946, fue discípulo directo de Diego Rivera y, especialmente, Frida Kahlo, de quien se convirtió en uno de los últimos alumnos cercanos

Víctor E. Rodríguez Méndez, colaborador

Recién cumplidos los 100 años, Arturo Estrada Hernández es un tesoro vivo de la plástica mexicana, un centenario maestro de la luz y el color que ha dedicado más de siete décadas a capturar la esencia de la vida a través de sus pinceladas vibrantes y comprometidas. Se considera un artista “orgullosamente michoacano”, cuyo terruño desde la infancia le ha aportado la luz, los colores, las emociones y el profundo sentido de pertenencia a una comunidad, y que han sido para él “pilares fundamentales” en su desarrollo creativo y personal.

Nacido el 30 de julio de 1925 en Panindícuaro, Michoacán, en el seno de una familia humilde —hijo de un artesano talabartero y una mujer de raíces profundas—, Estrada descubrió su vocación artística desde niño, tallando santos en madera bajo la tutela del imaginero Miguel Moreno, lo que le reveló el encanto de los pigmentos y la tridimensionalidad.

Arturo Estrada es un hombre delgado y de baja estatura, con piel clara y arrugada por el tiempo, cabello blanco escaso y peinado hacia atrás, ojos vivaces y penetrantes de color claro, y una sonrisa que denota su vitalidad. Viste con sencillez, a menudo con saco oscuro y camisa, luciendo sereno y erguido pese a la edad.

Premiado con distinciones como el Eréndira de las Artes de Michoacán en 2019, Estrada sigue afirmando con humildad: “Nací pintor, nunca quise hacer otra cosa”. Es un apasionado retratista de la vida, un eslabón entre el muralismo clásico y la experimentación contemporánea. Sus óleos, acrílicos, acuarelas y técnicas mixtas rebosan de una paleta luminosa que él mismo describe como esencial: “Sin luz no sería pintor ni colorista; es fundamental en la vida de cualquier artista”.

El pintor asegura en entrevista que el campo ha sido una fuente constante de inspiración en su vida.

“Desde muy pequeño quedé profundamente impresionado por la luz cálida que se filtraba entre los árboles, los atardeceres dorados sobre las montañas y la intensidad de los colores que florecen en la naturaleza”.

Recuerda vívidamente, sobre todo, el verde vibrante de los pastos, el azul profundo del cielo, el rojo de las flores silvestres: “Todo ese ambiente campirano me marcó de forma muy especial”, señala.

Además de la belleza natural, recalca, el campo también le enseñó el valor de las tradiciones, motivo infaltable en su obra. El maestro michoacano rememora las fiestas patronales con sus procesiones, danzas, música y comida típica alegrando a la comunidad. Las fiestas patrias también eran otro momento de gran emoción, en las que se celebraba la identidad nacional con orgullo, acompañadas de desfiles, juegos y convivios familiares.

Y, por supuesto, revive en su memoria el Día de Muertos, con sus altares llenos de color, el olor a copal, las calaveras y otras figuras de azúcar, las flores de cempasúchil y los recuerdos de los seres queridos. Todo ello, dice, le enseñaron “desde temprana edad la importancia de honrar nuestras raíces y mantener viva la memoria”.

Como muralista, Arturo Estrada ha plasmado en paredes y lienzos las problemáticas sociales, las crisis de los pueblos marginados, las tradiciones precolombinas y la cotidianidad vibrante de las comunidades. Discípulo al fin de Diego Rivera y José Clemente Orozco (también colaboró con Juan O'Gorman), considera que el muralismo “sigue vigente en la actualidad, aun cuando ha experimentado transformaciones significativas a lo largo del tiempo”.

Abunda al respecto: “Si bien conserva su esencia como una expresión artística comprometida con lo social y lo colectivo, hoy se manifiesta a través de nuevas técnicas, discursos y plataformas. Desde los grandes muros institucionales hasta los espacios urbanos intervenidos por artistas contemporáneos, el muralismo continúa siendo una herramienta poderosa de comunicación visual y de identidad cultural”.

Crecimiento y desafíos

Llegó a la Ciudad de México en 1942, con apenas 17 años, para ingresar a la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda”, donde se formó en el epicentro de la Escuela Mexicana de Pintura; al inicio de sus estudios tuvo como maestros a Raúl Anguiano, Feliciano Peña y José Chávez Morado, entre otros. Allí, entre 1943 y 1946, fue discípulo directo de Diego Rivera y, especialmente, Frida Kahlo, de quien se convirtió en uno de los últimos alumnos cercanos. Junto a Guillermo Monroy, Arturo García Bustos y Fanny Rabel, formó el mítico grupo “Los Fridos”, un círculo de jóvenes revolucionarios que absorbieron la pasión de Frida por el arte como herramienta de denuncia social y celebración de la identidad mexicana.

Kahlo los apadrinó en su casa de Coyoacán, rodeados de su exuberante jardín y su tropel de perros, fomentando en ellos una libertad creativa que Estrada siempre ha honrado con un estilo propio, lúdico y sin ataduras. De la pintora mexicana como su maestra recuerda particularmente su primera impresión, “muy llamativa y positiva”, señala, ataviada con una vestimenta colorida y muy particular. “Llevaba adornos de flores con listones en el cabello, lo que le daba un estilo alegre y original, casi como sacado de una obra de arte. Su presencia transmitía una energía especial, algo que se notaba no sólo en su forma de vestir, sino también en su actitud”.

Además, añade, le llamó la atención por un detalle curioso: Frida Kahlo llevaba un cascabel en uno de sus zapatos, cuyo sonido al caminar hacia que su presencia se sintiera antes de verla entrar a algún lugar. “Me pareció un toque único, que la hacía aún más interesante y diferente. En conjunto, su entusiasmo, su forma de expresarse y esos detalles tan particulares me hicieron sentir que era una maestra muy especial y creativa”.

Su primera exposición individual fue en 1955, en el Salón de la Plástica Mexicana, la cual significó mucho a nivel personal y profesional, según dice. “Representó un momento de crecimiento y desafío, en la que pude demostrar todo lo que había aprendido y desarrollado hasta ese momento. Recuerdo esa presentación con mucho cariño, no sólo por la emoción y los nervios que sentí, sino también porque fue un punto de inflexión que me motivó a seguir mejorando y a confiar más en mis capacidades”.

Ha expuesto individual y colectivamente en México y el extranjero —desde Estados Unidos y Canadá hasta China, Venezuela y la antigua URSS—, y su compromiso trascendió el caballete: fue docente emérito y director en “La Esmeralda”, miembro fundador del Salón de la Plástica Mexicana y militante político que usó el arte para crear conciencia histórica.

Estrada tuvo la oportunidad de viajar a Europa y estar en contacto con las vanguardias y artistas del momento (finales de los 50 del siglo pasado), lo cual enriqueció su visión artística. “Fueron invitaciones que surgieron debido al interés que tenían en conocer mi obra, así como en profundizar en la rica y diversa tradición artística mexicana. Mi trabajo sirvió como un puente para acercarlos a las expresiones culturales, los simbolismos y las técnicas que caracterizan al arte de México”.

Sin embargo, pese a esa experiencia, su verdadera inspiración siempre ha sido el pueblo mexicano. “Hay una riqueza profunda en lo cotidiano de México, en sus fiestas populares, en su sincretismo cultural, en la oralidad de sus leyendas, en la fuerza simbólica de su arte popular. Esa conexión emocional y espiritual con lo mexicano es lo que guía mi proceso creativo y le da sentido a mi obra”.

Su labor de más de tres décadas en “La Esmeralda” la cataloga como una etapa “distinta” a todo lo que vivió antes. “Durante ese tiempo enfrenté situaciones y desafíos nuevos que me obligaron a salir de mi zona de confort. Pude aprender mucho sobre mí mismo, fortalecer mis habilidades y desarrollar una mayor madurez. Fue un periodo fundamental porque me hizo crecer no sólo a nivel personal, sino también emocional y profesionalmente”.

Vivir el momento

Para Arturo Estrada, es fundamental mantenerse atento ante lo que ocurre en el entorno. “Cada momento, cada interacción, cada cambio en el ambiente o en las personas que nos rodean pueden convertirse en una fuente de inspiración. Por eso, desarrollar una mirada curiosa y reflexiva nos permite captar esas historias, darles forma y compartirlas con los demás desde nuestra perspectiva única”.

En este 2025, al cumplir 100 años, Estrada no solo sobrevive como un “tesoro vivo”, sino que brilla con renovado dinamismo. El Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) le rindió homenaje con la retrospectiva Arturo Estrada, cien años de vida. El artista de la luz y el color, exhibiendo 100 obras —una por cada año de su existencia— en el Salón de la Plástica Mexicana, y que también se inauguró el 30 de julio en el Centro Cultural Clavijero de Morelia. Además, se lanzó el libro Güero: memorias de Arturo Estrada, una entrevista íntima con el investigador Rodrigo Ortega que recorre su trayectoria junto a Kahlo y Rivera.

En la exposición-homenaje resaltan autorretratos cronológicos y bodegones con toques impresionistas y surrealistas. Para el artista michoacano, esta evolución de sí mismo proyectada en su obra es reflejo de su vida y madurez. “El paso del tiempo va dejando su huella en cada uno de nosotros. Los años no sólo suman vivencias, sino que también nos transforman, nos hacen más sabios y nos enseñan a valorar lo que realmente importa. Por eso, reconozco que no soy la misma persona que antes; el tiempo ha dejado una huella en mí, enriqueciendo mi camino y plasmándome de diferentes formas, dándome una perspectiva más profunda de la vida”.

Testigo de múltiples cambios sociales y culturales en México, manifiesta la necesidad de mantener viva la herencia cultural de nuestro país. “Es un patrimonio invaluable que define nuestra identidad y fortalece nuestro sentido de pertenencia. Es vital que se sigan defendiendo las tradiciones michoacanas y toda su cultura. Esta herencia cultural no sólo es un orgullo para los michoacanos, sino también son un tesoro invaluable para todo México y el mundo”.

Al cumplir un siglo de vida, Arturo Estrada reconoce que su vitalidad proviene de haber aprendido la importancia de hacer lo que quiere y lo que le gusta. “Es lo que realmente me llena y me motiva a seguir adelante. Entendí que la vida es para disfrutarla, y parte de ese disfrute está en permitirme pequeños gustos y momentos de placer, como tomar una copita al día”.

No se trata de excesos, concluye, sino de encontrar un equilibrio para relajarse, desconectar “y valorar los instantes simples que me hacen feliz”. Y remata con el regusto de saberse centenario: “Esta filosofía me ha ayudado a vivir con más tranquilidad y autenticidad, respetando mis deseos y cuidando mi bienestar”.

Víctor Rodríguez, comunicólogo, diseñador gráfico y periodista cultural.